La luz entra por el costado y se derrama sobre la mesa como un vino dorado, despertando los colores de un festín inmóil. Se puede casi saborear la dulzura de la fruta: el jugo de las peras, la piel aterciopelada del durazno y las uvas que son joyas púrpuras, tan translúcidas que parecen guardar la luz en su interior. Una copa vacía espera el vino que duerme en el vientre de la gran damajuana de vidrio, cuyo color verdoso filtra el mundo. Es una pintura que huele a cosecha, a fruta madura y a la promesa de una buena conversación. Es un instante de belleza y abundancia suspendido para siempre, un banquete para los ojos y un remanso de paz para el alma.