En la quietud del establo, donde el aire huele a heno dulce y a madera gastada por el tiempo, una cabeza blanca emerge de la sombra. La luz de la mañana lo recibe, acariciando su frente y encendiendo un brillo manso en su ojo oscuro. Es una mirada que lo dice todo sin una sola palabra: una curiosidad gentil, una paciencia infinita. Se puede casi sentir la suavidad aterciopelada de su hocico, escuchar su respiración tranquila en el silencio, percibir el calor de su cuerpo. No es el retrato de un animal, es el retrato de un alma noble, un guardián silencioso que espera, con la calma de los seres puros, un nuevo día.