El aire huele a salitre y a hierba mojada. En el espejo tranquilo del agua, donde las colinas verdes se duplican, el tiempo se detiene. Un caballo noble y paciente, con el agua lamiendo sus patas, espera la orden en un silencio que solo rompe el suave chapoteo contra los cascos de madera. Los barcos, cansados de su viaje, pliegan sus velas como alas en reposo. Se puede casi sentir la frescura del agua, oler el aroma a madera húmeda y escuchar el eco de voces lejanas a través de la bruma. Es una pintura que no retrata una acción, sino un alma: el alma de una vida ligada al ritmo de la marea, un poema a la fuerza tranquila y a la unión ancestral entre el hombre, el animal y el mar.