Esto no es un puerto en calma, es el pulso de una tormenta de color. Las velas, afiladas como cuchillos de sol, rasgan un cielo de oro y absenta. Cada trazo es una ráfaga de viento, cada color una emoción pura y encendida. El agua no refleja, arde; es un cómplice líquido que se contagia del fuego de la flota y lo devuelve en una danza de reflejos rotos y vibrantes. Se puede casi sentir el calor que emana del lienzo, escuchar el silencio cargado de tensión antes de la carrera y ver cómo el horizonte se funde en un solo latido de luz. Es una obra para sentir con la piel, una pintura que no captura un instante, sino la energía misma del movimiento.